Quaderns 2011 – 2016

D'arquitectura i urbanisme

Publicació del Col·legi d'arquitectes de Catalunya

‘Máscara. El espacio político tras la Guerra contra el Terror.’ Marina Otero Verzier

Operation-NexusF

Quaderns #266

La lavandería de mi barrio se dedica a algo más que a limpiar los trapos sucios. No se trata de negocios ilegales, todo lo contrario. Los trabajadores de Bubbleworks, en el barrio neoyorkino de Prospect Heights, contribuyen a salvaguardar la seguridad nacional mientras lavan camisas.

“¿Trabajas en banca?”, pregunta el gerente cuando aparezco con seis quilos de ropa sucia comprimida en una bolsa de propaganda de la principal entidad financiera del país. “No reconozco tu acento, ¿de dónde eres?”. Con cada transacción, me somete a un breve interrogatorio. Un año después ya conoce mi dirección, número de teléfono y número de tarjeta de crédito; mis horarios, mi profesión, la empresa para la que trabajo; mi ropa interior, nacionalidad, tipo de visado y vida sentimental. A veces me descubro soñando con tener una lavadora. El otro día, mientras esperaba a que me entregara un par de camisas, me he fijado en los certificados que están enmarcados tras el mostrador. “Operation Nexus” leo, “Este negocio participa con la policía de NYC en labores de contraterrorismo”. El gerente, que ya ha vuelto con las perchas, me descubre mientras intento tomar nota. “Entonces, dijiste que eras arquitecta, ¿no?”.

En 2012, como consecuencia de los ataques del 11 de septiembre, la policía de Nueva York estableció la Operación Nexus, una red nacional de colaboradores, incluidos negocios habituales como aparcamientos, lavanderías o almacenes, unidos con un fin común: la prevención de un nuevo atentado terrorista en el país. Desde el inicio de la Operación Nexus, la policía ha visitado más de 30.000 establecimientos para animar a sus dueños y empleados a utilizar su experiencia profesional en labores de contraterrorismo. Para ello, se les proporciona una lista de protocolos personalizados con los que identificar “compras, encuentros o actividades que puedan tener conexiones con el terrorismo” e informar de ello a las autoridades.[1] A cambio, reciben un certificado enmarcado (como el de la lavandería de mi barrio) y se convierten en el primer mecanismo de alerta para proteger a la ciudad de Nueva York contra otro ataque terrorista.

De vuelta a casa, mientras hago una búsqueda rápida en la red sobre Operación Nexus, pienso que, tal vez, debiera llevar la ropa sucia a otro sitio; también en cómo las “arquitecturas de la seguridad” afectan a nuestra relación con el espacio público. En el siglo pasado, y sobre todo en el actual, hemos sido testigos de lo que Giorgio Agamben menciona en su libro Estado de excepción como la “generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno”.[2] Para las autoridades, al igual que para el gerente de Bubbleworks, todos somos una amenaza para el país, hasta que se demuestre lo contrario. Observados en la red, en los aeropuertos y también en las lavanderías, las medidas de seguridad establecidas para prevenir ataques terroristas han convertido la presunción de inocencia en presunción de culpa. Como muchas de las iniciativas de contraterrorismo establecidas desde el inicio de la denominada Guerra Contra el Terror, la Operación Nexus y su marco general denominado Urban Shield nos convierten a todos (y en especial a los inmigrantes) en sospechosos y, también, en vigilantes —“permanezca alerta y tenga un día seguro”, recuerda la voz del metro neoyorquino en cada trayecto.

Nexus

El terrorista, según afirma la policía, puede ser cualquiera que se haga pasar por “un cliente legítimo a fin de comprar o alquilar equipos y materiales, o someterse a cierto entrenamiento que le permita adquirir habilidades o licencias” que posteriormente podrían utilizarse para facilitar un atentado.[3] En este proceso, como nos recuerda el filósofo Étienne Balibar, el extraño es transformado en enemigo y es, en demasiadas ocasiones, sometido a represiones violentas y discriminaciones institucionales o, simplemente, a una continua vigilancia que amenaza su privacidad y su libertad de expresión.[4] No, no tengo nada que esconder, pero hace meses que llevo a Bubbleworks sólo aquello que no puedo lavar a mano afanosamente durante los fines de semana. Entiendo la importancia de proteger la seguridad nacional, pero prefiero no sentirme sospechosa cuando recojo mi ropa interior o al ver como lo que podría ser una charla amistosa de barrio se convierte en un mecanismo policial para la extracción de información sobre los ciudadanos.

El de la lavandería es, seguramente, el ejemplo más banal de como las prácticas actuales de vigilancia sin restricciones, fruto de las alianzas entre los sectores públicos y privados y los fines económicos y políticos a los que sirven, violan los derechos fundamentales y socavan la democracia. La recopilación de datos no tiene por qué ser necesariamente perniciosa, pero debemos prestar atención a las técnicas de poder que están en juego, algo que nos recuerda la declaración firmada por académicos de todo el mundo en contra del espionaje masivo. A través de esta carta solicitan a los estados que protejan eficazmente los derechos y libertades fundamentales y, en particular, nuestra privacidad. “Está protegida por los tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio Europeo de Derechos Humanos,” nos recuerdan, “sin privacidad, la gente no puede expresar libremente sus opiniones o buscar y recibir información”.[5] Y es que las tácticas de contraterrorismo adoptadas por gobiernos y ejércitos ponen en evidencia la violencia inherente al ejercicio del poder y su capacidad para emprender acciones destinadas tanto a nuestra protección como a la destrucción de aquello que posibilita nuestra vida en común, incluida nuestra libertad y capacidad política.

La arquitectura participa de estos procesos. Podría argumentar que la situación respecto a Bubbleworks se solucionaría teniendo una lavadora en casa. Pero en Nueva York, en muchos casos, su instalación está prohibida por contrato y hay quien termina colocándola ilegalmente y desaguando directamente en la bañera. La cuestión va más allá y la solución no es cambiar de lavandería, sino una acción política capaz de articular desde la legislación que regula la arquitectura doméstica hasta las tecnologías y “arquitecturas de la seguridad” que construyen la ciudad global “inteligente”. El territorio dibujado por la Guerra Contra el Terror está localizado en la intersección entre los espacios físicos y legales, y se caracteriza por el uso creciente de la tecnología y los protocolos de guerra en el espacio cívico. Su aparato de “seguridad pública” tiende a ser gestionado desde los intereses privados.[6] En este contexto, a veces llego a olvidarme de que paseo todos los días bajo la mirada de cámaras de seguridad y sistemas de vigilancia urbana, incluso a interiorizar la coreografía que dibuja mi cuerpo —fuera chaqueta y zapatos, brazos detrás de la cabeza— al ritmo de los controles en los aeropuertos. Al hablar por teléfono, enviar mensajes y usar las redes sociales, mis preferencias y movimientos se almacenan en la nube, donde los comparto con amigos y familiares y, de paso, con programas de espionaje y empresas de recopilación de datos. Mis hábitos son analizados por algoritmos que me clasifican y por gerentes de lavanderías reconvertidos en informadores de la policía. Mediante una operación discursiva, las instituciones de poder normalizan este espacio de indeterminación entre legalidad e ilegalidad, ley y violencia, presentándolo como un instrumento efectivo en la lucha antiterrorista. La emergencia se convierte en la regla y la ciudad, en un campo de batalla.

Pero si desde las instituciones de poder se suspenden jerarquías legales y sociales para garantizar la seguridad, estas medidas son contestadas por movimientos cívicos antagonistas que emplean las innovaciones tecnológicas para construir espacios de libertad y acción política: redes internacionales de fuentes anónimas para la filtración de información clasificada; drones caseros que escudriñan las acciones de la policía; sistemas de encriptación para activistas, periodistas y organizaciones humanitarias; proyectos arquitectónicos con blindajes tipo Faraday, o simplemente acciones que van desde tapar la cámara del ordenador con un post-it, hasta negarnos a pasar por los escáneres corporales. Este es el espacio en que se desarrolla nuestra convivencia colectiva, la ciudad como una gran celebración de la anomia.

De hecho, como nos recuerda Agamben, el término iustitium —designación técnica del estado de excepción— construido como solstitium significa literalmente suspender el ius, el orden legal, lo que pone el estado de excepción en relación con las prácticas festivas como el carnaval y otras tradiciones chariváricas.[7] “Las fiestas anómicas dramatizan esta irreducible ambigüedad de los sistemas jurídicos y muestran, al mismo tiempo, que lo que está en juego en la dialéctica entre estas dos fuerzas es la propia relación entre el derecho y la vida.”[8] La fiesta anómica es, siguiendo este argumento, el espacio en el que tenemos licencia para suspender jerarquías legales y sociales y establecer nuevos órdenes, y en el que es posible llevar a cabo acciones “verdaderamente políticas”, aquellas que, como nos propone Agamben, sean capaces de “cortar el nexo entre violencia y derecho”.

No cambié de lavandería. En una ciudad como Nueva York agradeces que se interesen por ti, que te llamen por tu nombre, que te pregunten por tus amigos y tu familia. Que se te eche de menos cuando estás de vacaciones. Con cada pregunta, el gerente de Bubbleworks, en representación de la Administración, me protegía contra los peligros del terrorismo al tiempo que me sometía a una violencia legalizada y normalizada, articulada por las lógicas del neoliberalismo económico y enmascarada tras una charla informal. Horas antes de dejar la ciudad —y el país— decidí realizar una última visita a la lavandería, esta vez para declarar mi derecho a la privacidad y el peligro de los programas de vigilancia. Y, en el fondo, para probarme no culpable. Al entrar, encontré a mi vecino explicando como había pasado el fin de semana. Pagué la colada de ropa sucia, hice una foto al diploma, y me despedí con un “hasta luego”.

Mi próxima casa tendrá lavadora. Aunque sea instalada ilegalmente.

—Marina Otero Verzier. Head of Research and Development, HNI. Chief Curator with the After Belonging Agency, OAT’16

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[1] Operation Nexus, Police Department City Of New York (NYPD), página web oficial de la Ciudad de Nueva York, [Consulta: 12-11-2014]. Disponible en: http://www.nyc.gov/html/nypd/html/crime_prevention/counterterrorism.shtml
[2] Giorgio Agamben, State of Exception, trad. Kevin Attell (Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2005), 12 (cita traducida por el autor de este artículo).
[3] Operation Nexus, Police Department City Of New York (NYPD), página web oficial de la Ciudad de Nueva York.
[4] Ver Étienne Balibar, “Strangers as Enemies, Walls all over the World, and How to Tear them Down, conferencia en Columbia University, 3 de noviembre de 2011. Disponible en: https://www.francoangeli.it/Riviste/Scheda_Rivista.aspx?idArticolo=45634
[5] “Academics Against Mass Surveillance” [consulta: 4-1-2014]. Disponible en: http://www.academicsagainstsurveillance.net
[6] Judith Butler ofrece una reflexión sobre las consecuencias de la militarización de la fuerza policial en Estados Unidos y el programa de contraterrorismo UrbanShield en la conferencia “HumanShield”, impartida en London School of Economics el 4 de febrero de 2015. Disponible en:
http://www.lse.ac.uk/newsAndMedia/videoAndAudio/channels/publicLecturesAndEvents/player.aspx?id=2859
[7] Giorgio Agamben, State of Exception, 41, 71.
[8] Ibid., 73.

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